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28.1.07

"Revisión médica"

Utilizando una especie de histrionismo (eso sí) controlado, cuento que el día de hoy empezó mal, tenía que estar en la clínica de la Mutua a las nueve de la mañana para la revisión médica que mi empresa tan generosa (ella) nos presta anualmente. El despertador no sonó (creo que es mejor decir que no lo oí) y me levanté faltando diez minutos para dicha hora. Cuarenta y cinco minutos tarde llegué a la cita.
–Buenos di…
La tipa, mejor dicho la recepcionista que ni me dejó terminar la frase me dice sin levantar los ojos de su cubículo
–siéntese al fondo que ya lo llamarán.
– ¿Y como es que ya me llamarán si no te he dicho mi nombre?
–No se preocupe (esta vez sí levantó la cara de su redil para hablar conmigo) no importa ya le llamarán.
Y señalándome con el índice de su mano derecha y diciéndomelo tajantemente como si se tratara de un ucase, me mandó para el fondo de la estancia. Yo con cara de apocado y sin ganas de verme en una pugna dialéctica con la tipa me veo obligado a sentarme al fondo en espera de ser llamado.
Allí al fondo junto a personas comunes y de vidas anónimas como la mía y esperando la dichosa llamada me pongo a meditar sobre el lugar.
No me gustan los paredes de las clínicas, son frías, los que diseñan estos centros siempre optan para sus paredes los colores del hada del frío es decir toda la gama de los hielos eternos, de las estatuas grisáceas, o como decía un columnista del Cultural (ahora no me acuerdo cómo se llama) los engañosos élitros de las mariposas. Los hospitales tendrían que llevar el sello de La Prada, Mariscal, Neo Interiorismo, etcétera, y no hablemos ya de lo que cuelga de las escarpias de las paredes, esos cuadros alusivo a las enfermedades que uno pueda padecer, es deprimente, no seria mejor colgar reproducciones de Bacón, Miró, Kandinsky, Lichtenstein, Dalí o la galopante belleza de las ilustraciones de Jordi Labanda para así alegrarnos la existencia.
Estaba yo embebido en mis pensamientos y mis ojos fijos en un tétrico cartel que mostraban los pulmones de un fumador cuando delante de mí se paró una melena con tono pelirrojo muy intenso. Subconscientemente exclamé ¡Madonna! (os juro que la tipa era igualita a la Madonna que salía en la portada de su disco “Confessión on a dance floor”).
La tipa con una sonrisa hierática empieza a interrogarme:
– ¿Es usted tal y tal?
–No. Le replico
– ¿Entonces, es usted tal y tal? Me vuelve a preguntar la tipa.
–No. Le vuelvo a responder.
– ¿Será usted, tal y tal. Reitera la pregunta la Madonna.
–Oye guapa, no será mejor que te diga como me llamo y así miras la lista y me encuentras de una puñetera vez. Le respondo medio cabreado.
La tipa me puso cara de Licaón diciéndome –no se enfade que a mi me da lo mismo y me puede decir si es usted tal y tal.
Madonna repitió la ya trillada frase “¿es usted tal y tal” hasta en once ocasiones y yo le contestaba hastiado una y otra vez no, no, no, no. Yo solo conozco dos cosas infinitas, una es el universo y la otra, la estupidez humana.
Cuando la pelirroja Madonna (os lo digo en serio la tipa era clavadita a la de Michigan) encontró mi nombre esbozó una sonrisa (como diciéndome que te den) y con una voz de color caramelo me dice –Sígame.
Seguí los pasos (mejor dicho seguí el contoneo) de la sucedánea de la cantante por unos largos pasillos. La parroquia que me iba encontrando era la típica de los hospitales, un cromo repetido: camillas, enfermeras, salas de espera, más enfermeras, médicos, enfermos, acompañantes de los enfermos y un calor opresivo.
Cecilia era el bello nombre del grácil insecto pelirrojo, supe su nombre porque así la llamaron varias veces unas enfermeras que se cruzaron con nosotros en los pasillos. La sala donde me iban hacer la revisión reinaba un olor a sahumerio, y el doctor con una seriedad prometedora me invita a sentarme. – ¿Es usted tal y tal. Me dice el médico mirando unas carpetas de color oscuro como la muerte. –Mi nombre es tal y tal. Le contesté rápidamente antes de que se repitiese lo de Cecilia la pelirroja que se parece a Madonna y tiene voz de color caramelo.
La primera prueba fue la analítica seguido de la espirometría, control de visión, electrocardiograma, después me miró el cuello, piel, auscultación pulmonar, auscultación cardiaca, abdomen, genito-urinario, aparato locomotor, sistema nervioso, tensión arterial, naso-faringe y por último cuando le tocaba el turno a la prueba de otoscopia irrumpe en la sala una colega del doctor Francisco Torres que es el nombre que rezaba en la chapita de plástico color grisáceo fúnebre que tenía colgada junto a un bolsillo lleno de bolígrafos y espátulas de madera de su bata también color grisáceo mortecino (pero esta gente no sabrá que hay más colores en la vida).
Antes de que se pusieran hablar entre si los dos médicos, el doctor Francisco Torres me dice que entre en una estrecha cabina que sirve para realizar la otoscopia, cierra la puerta y allí me quedo incomunicado del mundo exterior. Dentro apenas cabe una persona, es claustrofóbico, no se oye nada de la conversación animada que mantienen los dos colegas, y yo encerrado sin saber que hacer, me viene a la memoria una película de Antonio Mercero titulada “La cabina” donde un individuo se queda atrapado dentro de una cabina y siendo imposible sacarlo, optan por retirar la cabina y llevarla a un cementerio lleno de gente muerta atrapadas en cabinas.
El tipo y la tipa siguen hablando entre si, ¿Se habrán olvidado de mi? Pienso yo, no sé, a ver que pasa. Me concentro en la mesa del doctor Torres, tiene unos papeles desordenados, un lápiz marrón, las carpetas de color oscuro como la muerte que mencioné antes, un monitor de computadora pantalla plana marca Sony un computador marca también Sony (se empieza a notar en mí lo de las relaciones internacionales que últimamente mantengo con países del otro lado del mar, esto lo digo por lo de llamarle computador al ordenador) un teclado de computadora cubierto por informes médicos, una bandeja con más carpetas oscuras como la muerte y encima de todas un libro de Roberto Bolaño, y por último me fijo en una taza de café que me recuerda que aún estoy en ayunas.
Ponga la mano en el cristal y cuando oiga un pitido me lo indica con el dedo ¿está preparado? me dice el doctor Francisco, si le contesto yo.
Piiiiiiiiiiiii oigo el pitido y yo muy obediente le hago la señal con el dedo.
Piiiiiiiiiiiii oigo otra vez el pitido y vuelvo a levantar el dedo.
El doctor Francisco con cara de pocos amigos me dice, oiga puede usted levantar el dedo pulgar en vez del dedo corazón cuando me haga la señal.
Jejejeje se lo tenía merecido por la angustia que me hizo pasar cuando me dejó encerrado casi veinte minutos.
Una vez más me veo siguiendo el contoneo de la pelirroja esta vez a la inversa. Una vez más con su sonrisa hierática y su voz de color caramelo me invita a sentarme en una sala (esta por lo menos tiene tv) diciéndome –espere que ahora lo llamarán para darle los resultados, –gracias de aquí a la eternidad. Le respondo como aceptando mi condena.
En la sala hay cinco tipos embobados mirando el programa Tele-tienda, una estampa clara de falta de aspiraciones del ser humano.
Son las doce y treinta del mediodía y tengo hambre.
Ya éramos diez los tipos embobados mirando ese canal de tele-tienda cuya propaganda, consiste en repetir mentiras, hasta que la verdad huye y acabas convencido de lo práctico que resulta la compra de un Chef-O-Matic un aparato que es la hostia (con perdón) que resulta que si tienes que llegar tarde a tu casa y no tienes tiempo de cocinar al artilugio ese llamado (esperar un momento que mire como se escribe ahhh sííí ya sé) Chef-O-Matic previamente le introduces en la cubeta lentejas, patatas, verduras, carne, bizcochos, lo programas y el solo (joder que listo es el aparato) nos hará la comida para la hora que le hemos programado.

Ahhh se me olvidaba decir que incluso amasa el pan (alucinante), lo que no me quedó claro es si se pueden meter en la cubeta las lentejas y el bizcocho a la misma vez para que así cuando llegue tarde a casa ya lo tenga todo hecho.
Lo dicho, los diez tipos que estábamos en la sala acabamos convencidos de que al salir del hospital si es que salimos con vida, compraríamos esa virguería de aparato.
Ver en ese anuncio las lentejas intensificó en mí las ganas de comer. Y más aún se reintensificó cuando un hombre con los pies adiposos se sentó enfrente de mí y se puso a comer castañas asadas.
Se me hacía la boca agua viéndole comer ese fruto que para mí recobraba el papel primordial que le dio el ser la base del sustento en el mundo rural gallego del siglo IXX.
Cecilia, la pelirroja de contoneos parecidos a los de una exótica odalisca, me dice con su sonrisa hierática y voz de color caramelo, que le acompañe pues los resultados de mi revisión médica ya están listos.
Abandono la sala y me despido de mis compañeros de terapia en grupo de embobados del canal digital Tele-tienda. Madonna me acompaña hasta un despacho que en el marco de la puerta tenia una chapa metálica con el nombre de Dra. A. Rodríguez la cual me invita a sentarme enfrente de ella. Su nombre por favor, (bueno la cosa mejoró mucho, esta doctora no quiere perder el tiempo con el jueguecito de "adivinar mi nombre") mi nombre es tal y tal le digo y se pone a buscar en un montón de carpetas mi ficha. Era guapa la mujer y aunque estaba sentada uno se da cuenta que tiene una línea distinguida, eduardina, delicada, que está hecha para que ella la pueda lucir y desprendía un aroma que transmitía agradables sensaciones. Todo en su mesa estaba en perfecto orden y junto a un marco con la foto de dos niños y un adulto había un ejemplar del libro “De Beirut a Bagdad, 30 años de crónicas” de Tomás Alcoverro.
Su voz agradable va hilando la alocución sobre los resultados del chequeo con una cadencia melodiosa. Terminó diciendo que en general gozaba de buena salud y era acto para seguir trabajando pero... (Siempre hay un pero mecachiss) que tenía que vigilar el colesterol que estaba un poco por encima de lo normal (eso pasa por hacer las revisiones medicas después de las Navidades).
Cuando salí de la clínica eran las trece cuarenta y cinco, me sentía igual que Orfeo, máxima divinidad de los misterios divinos, capaz de visitar el mundo infernal y salir indemne. (Eso si con hambre).

25.1.07

"pero..."

En la oscuridad subconsciente
de la noche rociada,
en la que los astros nos purifican,
yo quisiera abrir el cielo
de mis versos de estrellas nuevas
pero…
mi pensamiento está en ti
y no me deja.

18.1.07

"Maldito miedo"

Lo peor de haber navegado por aguas turbulentas es el miedo que se mete en la piel y se queda ahí para siempre y ese miedo es que te hace después navegar al pairo para poder evitar naufragios en otros posibles mares que pueda encontrar. Podría refugiarme en el puerto de tus palabras, pero… ese miedo que me hace destilar tanta tristeza, de momento no me deja.
Solo deseo perder el miedo para extender la vela y cimbreada por todos los vientos me lleven a ese lejano puerto.
PD. ¡Maldito miedo!

12.1.07

"Martirio"

Esta semana estoy otra vez trabajando en horas cabareteras. A mí este turno no me gusta nada y eso que tiene algunas ventajas: No hay jefazos, no hay jefes, y no hay lo que más molesta en las grandes empresas jefecillos trepas que con una mezcla de trepidación mental y cardiaca te dan ordenes que tienen por raíz, una especie de auto-odio que nos singulariza en los claroscuros de nuestra condición de trabajadores. Solo nos queda aguantarlos porque discutir con ellos es cosa que no conduce a nada o como mucho a la clínica de los nervios, lugar con poco tirón turístico.
Lo que más me gusta del turno nocturno es el regreso a casa en esas horas en las que casi ningún gato es pardo. Ver el despertar de la ciudad en horas del baldeo de calles tiene su encanto pese a ese cielo pesado, amenazador, cerrado y denso que exprime congoja y que siembra una semilla de inquietud en el alma.
Como decía lo que más me gusta, es el regreso a casa. Sin prisas, con la calefacción del coche a tope puesto que fuera hace un relente esquimal que te hiela hasta el alma, y sobre todo me gusta si me acompaña el sonido de unas bellas canciones.
Esta semana me acompaña en el regreso a casa Martirio con su “Primavera en Nueva York” mi último pillaje producto de mi oscura afición a sentirme un discípulo (con parche en el ojo, pata de palo y sin ningún cargo de conciencia) del pirata Jonathan Flint. Estos doce boleros con esencias nuevas con aromas de puro jazz hacen que la gran sacerdotisa de las gafas oscuras transforme la visión de la realidad a partir de una poderosa visión interior… Puro sentimiento… Me encanta esta arqueóloga de la música y regresar en su compañía es como rozar con las puntas de los dedos por un instante, lo eterno, lo infinito…
Martirio siempre oculta sus ojos detrás de esa égida en forma de gafas negras, pero seguro que son tan hermosos, como sus pasiones.

2.1.07

"Estaba Yo"

... un verde de insultante belleza...
El día amaneció silente. Allí estaba yo, perdido en un cuento… Sentado en un verde de insultante belleza. Mis ojos observaban golosos como esos líquenes centenarios se extienden sobre las cortezas de los Abedules, junto al río hay unos quince Mirlos acuáticos con sus górgoros de quejumbre almibarada. Cierro los ojos y pienso es el sitio ideal para la búsqueda onírica del tiempo perdido.
Al abrir los ojos, me envuelve un halo de lunática tristeza al darme cuenta que todo fue un corretear de mi mente por las rutas de los sueños nocturnos.
Son las cuatro de la madrugada, se oye a gente cantando con su golfemia verbal por la calle. Desvelado le pido a esa luna rojiza que me devuelva a esa fábula donde se transmuta la fealdad de mi vida en belleza.